La usurpación de apellidos

Apellido peri-coloso 

'Levar el apellido Baena, por virtut propria'.
Don Fernando de Baena, Cordoba 1660.

“que ha más de veinte años que no se ha allanado
a hombre de Granada que ponga demanda de hidalguía,
 con lo cual se ven milagros, y los que ayer eran Vilches,
 hoy son Córdobas, y los que hoy Baena, mañana Zapatas ...
 y lo peor es que se desvergüenzan luego a pretender hábitos”
(AHN, Órdenes Militares, Santiago, exp. 3044)

Una de las características esenciales de este aparente caos, ya se ha dicho, consiste en el uso recurrente de apellidos provenientes de la línea materna, antepuestos por las razones que sea a los propios de la varonía. 

Las mujeres, desde luego, recurrieron a esta fórmula de forma mayoritaria entre los siglos XVI y XVII, sobre todo durante el primero, y muchos varones no primogénitos hicieron lo mismo. Pero, claro, lo que era una práctica habitual en toda la sociedad castellana de la época, vino a ser una afortunada estrategia de ocultación en el caso de los grupos manchados.


Así, los Fernández de Baena una de las ramas de los Baena, dejaron de lado un peligroso apellido, que podía traer a la memoria a los condenados y quemados por la Inquisición de quienes descendían no por ser judíos pero luteranos, para pasar gracias a un casamiento a llamarse Fernández Zapata, composición más sonora que les permitía fingir una relación familiar con los condes de Barajas.
Considerando que llegaron a ostentar varios hábitos de las Órdenes Militares y a titular como marqueses de Bogaraya (1687), el esfuerzo mereció la pena.


Los Díaz de Montoro,  judeoconversos a pesar de su ejecutoria de hidalguía (1531), tras convertirse en señores de la villa de Milanos o Torremilanos, jurisdicción comprada de la Corona en 1559, decidieron hacer olvidar un apellido que sonaba mal y que era notoriamente conocido como confeso en Granada. 

Para ello cambiaron dos veces su auténtica varonía, haciéndola caer en el olvido lo antes posible.

Unos Dávila proceden de la citada población de Écija, componiendo una de las muchas estirpes judaicas que abandonaron su primitiva residencia tras ser condenados por el Santo Oficio a finales del siglo XV para asentarse en las hospitalarias tierras granadinas (como ellos, los Nájera o los Santofimia, de los cuales se hablará más adelante, protagonistas ambas familias del sangriento Auto de Fe de 1593).

El objetivo nunca confesado de esta estirpe fue hacer olvidar su peligrosa procedencia astigitana, en donde era casi imposible escapar de la sombra de los sambenitos familiares. Y puestos a buscar un nuevo origen, ninguno más digno que entroncar con alguna de las muchas ramas del prolífico linaje Dávila procedente de la ciudad epónima, cuya indiscutible nobleza de sangre se había blasonado con títulos como el de marqués de las Navas o el de Velada, este último Grande de España desde 1614. 

Poco a poco, escalón tras escalón, estos conversos granadinos se fueron transformando en conquistadores del Reino, venidos a estas tierras meridionales como tantas otras familias hidalgas en búsqueda de gloria y riqueza. De esta forma, se convirtieron en una rama menor de este fecundo apellido abulense, participando de forma efectiva aunque remota de sus glorias y timbres de nobleza.

El primer intento conocido por emparentarse con ilustres Casas apellidadas Dávila es de fines del siglo XVI, aunque seguramente debió haber tentativas anteriores, si bien de menor calado, con las cuales se estaba empezando a preparar el terreno. 

A finales de 1586, don Rodrigo Dávila Ponce de León, veinticuatro de Granada, solicitó una información ad perpetuam en la que constase su exquisito abolengo. 

Iniciada unos meses después, como era de esperar todos los testigos por él convocados dijeron maravillas de su noble y limpia sangre; hasta aquí era previsible. 

Lo curioso, sin embargo, es que pese a estar evidentemente aleccionados, no todos concuerdan con el origen norteño de la familia, y, esto es lo esencial, ninguno dijo que proviniesen de Piedrahita, villa de la que décadas después asegurarán proceder.

Está claro que todavía no habían elaborado del todo la leyenda genealógica familiar, y que simplemente se citaba, de forma imprecisa, un origen centrado en Ávila.
Muy distinto es el panorama que encontramos décadas después, en torno a 1641, cuando el poder de los Dávila Ponce de León es tal que han conseguido de la Corona un hábito de Santiago para otro don Rodrigo, nieto del anterior y el nuevo jefe de la Casa. 
En estas fechas, la ficción se ha consolidado, y en este medio siglo ha habido tiempo para localizar un lugar prometedor, la citada villa de Piedrahita, cerca de la ciudad de Ávila, al que poder encaminar las inevitables investigaciones de los comisarios de la orden militar.
En esta población se habría instalado hace siglos una rama menor de los Dávila abulenses, y de ella, a su vez, habría surgido un segundón que vino a combatir a los infieles nazaríes como buen hidalgo castellano, instalándose en el Reino de Granada gracias a las mercedes y repartimientos concedidos por los Reyes Católicos.
Así lo comentaba a los pesquisidores ese mismo año doña María de Barrientos, abuela y tutora de don Jerónimo Dávila, niño de doce años, último de su Casa en Piedrahita. 
La venerable dueña confirmó, sin la menor duda, el parentesco de su nieto con los Dávila Ponce de León granadinos. Pero le pudo la inceridad, y aunque no tuvo consecuencias negativas para el pretendiente, su declaración no tiene el menor desperdicio, ya que manifiesta a las claras el fraude que presidía todo el sistema y, en ese caso concreto, cómo se diseñaban este tipo de argucias.
Doña María de Barrientos declaró textualmente “que de pocos años a esta parte ha oído que don Diego Dávila, natural de esta villa, fue a servir a los Reyes Católicos a la conquista de la ciudad de Granada”. 
Y añadió, por si hacía falta, que el padre del pretendiente al hábito vino a la villa hace unos cuatro o cinco años, y éste fue quien le informó del mencionado parentesco, “que de antes no tuvo noticia de ningún trato ni comunicación” entre ambas familias.
La segunda manera de enlazar con Ávila utilizó un camino secundario. Otros Dávila granadinos provenientes de Córdoba, fingieron descender de los nobles de ese apellido instalados desde la Baja Edad Media en Jerez de la Frontera. 
Éstos, a su vez, habrían salido en su tiempo de la ciudad castellana para luchar en la Reconquista. Es lo que argumentaba, por sólo poner un caso, don Fadrique Dávila, caballero veinticuatro de Granada, gentilhombre del Cardenal Infante y capitán de caballería, cuando litigó su hidalguía. 
Descendiente de muchos de los linajes más infamados de Córdoba (Dávila, Herrera, Baena…), condenados por la Inquisición, se hizo pasar exitosamente por rebisnieto de un tal Francisco Bernalte Dávila, vecino de Jerez de la Frontera, explicando la vinculación cordobesa por medio del casamiento de este supuesto antepasado con una dama local. 

Con el tiempo, la explicación se fue elaborando y refinando, concluyendo que el mencionado personaje mató a un ministro de la Justicia y debió huir para poner a salvo su vida.
En numerosas ocasiones, esta estrategia asimiladora se acompañó de una simultánea labor de confección genealógica, capaz de fundamentar mediante enlaces ficticios la nueva identidad colectiva. 
Eslabones familiares que se retocan o directamente se inventan, con el único fin, prestigio social aparte, de adecuar la realidad a la ficción. 
Esta producción literaria puede ser propia o ajena, es decir, redactada por los propios interesados o bien encargada (o alentada) a extraños, a esos hambrientos genealogistas que pululaban por toda ciudad de tamaño medio. 
Labor que los más ricos y poderosos llegan a solicitar de las más rutilantes estrellas que por aquel entonces copaban el mercado nacional: Alfonso López de Haro, don José Pellicer de Tovar o incluso el aparentemente ecuánime don Luis de Salazar y Castro, por sólo citar a los más conocido.
Ponce de León fue uno de los apellidos más socorridos en este juego usurpatorio. 
Las razones que lo explican son varias, aparte de la existencia de muchas familias que fueron adquiriendo el topónimo propio de la gran ciudad española. 
Ponce de León es como se denominaron los marqueses de Cádiz (luego duques de Arcos), incluyendo al gran héroe de la Guerra de Granada, protagonista de las Crónicas contemporáneas. Además de ello, esta Casa produjo multitud de hijos e hijas, muchos de los cuales generaron sendas ramas independientes, con lo que es más fácil injertar un ancestro falso cuando sea necesario. 
Y más todavia, y quizá esto sea lo esencial, muchos de estos vástagos fueron bastardos, con lo que sufrieron el necesario descenso social que convertiría en mucho más verosímiles estos enlaces ficticios.
De esta forma, se elaboraron árboles genealógicos ad hoc; se diseñaron hermosas mansiones en los centros públicos de las ciudades y villas; se mandaron labrar escudos de armas tan bellos como imaginarios, adornando 
las fachadas, la plata y los reposteros; se compraron capillas para el enterramiento de los familiares en iglesias y conventos, y se conseguían permisos para levantar en las propias casas oratorios privados; se patrocinaron
tertulias literarias a mayor gloria de la nobleza de los anfitriones…
Y como una tesela más de este fascinante mosaico, se usurparon apellidos ajenos, se alargaron los propios o directamente se inventaron. 
Se trataba de imitar a la nobleza de sangre, a la aristocracia incluso, en lo que más directamente servía de recordatorio de su grandeza: el apellido. 
Una marca de nacimiento, el mayor símbolo identitario posible, que de forma tácita les acabaría por emparentar con aquellos llamados igual pero por completo diferentes en cuanto a consanguinidad. 
Fue difícil, ciertamente, pero poco a poco consiguieron borrar las huellas de su impostura, hasta que el verdadero pasado cayó en el olvido, siendo sustituido por la nueva memoria, creada al efecto. Y lo hicieron tan bien, que nos lo hemos creído por completo.